El amor y el gas propano

Sofía estaba segura de que el universo conspiraba en su contra. Tres semanas después de su ruptura con Óscar, su ex ya tenía nueva novia, mientras ella seguía llorando con canciones de Luis Miguel y devorando chocolates como si fueran antidepresivos.

Una tarde, justo cuando planeaba otra sesión de llanto con helado de frambuesa y vainilla, su vecina, doña Magda, golpeó la puerta.

—Sofía, mi’jita, ¿me ayuda con el gas?

—¿El gas? —preguntó ella, confundida.

—El tanque, niña. Se me acabó a la mitad de hacer los frijoles y mi hijo anda en, no sé, qué fiesta.

Sofía, sintiendo que no tenía nada mejor que hacer (y queriendo evitar otra noche de autocompasión), aceptó.

El tanque de gas estaba en la cocina, y aunque parecía inofensivo, tenía el peso y la mala actitud de un rinoceronte. Sofía intentó moverlo, pero terminó golpeándose la rodilla.

—¿Y su hijo nunca le cambia esto? —preguntó entre quejidos.

—¡Ah, mi amor! Ese solo viene a comer. Los hombres son así: al principio lo hacen todo y después te dejan con el tanque vacío.

Sofía sintió que una flecha le atravesaba el pecho.

—¿Me está hablando del gas o de mi relación?

—De las dos cosas, niña —respondió doña Magda, girando la válvula con una facilidad humillante—. Los hombres, igual que estos tanques, son útiles, pero no hay que depender de ellos. Aprenda a cambiarlo sola y nunca pasará hambre.

Sofía la miró en silencio. Casi un mes de terapia y autoayuda no le habían dado tanta claridad como la vecina en cinco minutos.

Cuando encendieron la cocina y la flama azul bailó con total normalidad, sintió un alivio extraño. Quizás el amor era como el gas: si uno lo quiere retener demasiado, explota. A veces, lo mejor es dejar escapar un poco de presión y aprender a cocinar con lo que se tiene.

Se despidió de doña Magda con una sonrisa y, por primera vez en semanas, sintió que tenía ganas de comer algo que no viniera empacado en una caja de cartón.